Nos subimos
al coche
recostados
en los asientos
comunes del
recuerdo.
Después
recorrería yo solo las aceras
sociables
del domingo.
La escueta
geometría del olivo
nos transportó
por las hipotenusas
invisibles
y teoremas
del tiempo
hasta la
casa inexistente
donde
jugaron nuestros hijos.
Un seco
escalofrío del invierno
había
borrado
tiritando la
blanca fachada y el balcón
pintado de
verde. Los árboles
talados y
sumidos en su amnesia,
miraban
neutros y distantes.
Allí estaba
el pequeño parque
y el mismo
viejo
que seguía
leyendo
idéntico
periódico
en un
antiguo banco enmohecido.
Subimos a la
habitación.
Una vez más
se equivocó
de piso el
ascensor.
Igual que mi
memoria
vagaba perplejo
entre nieblas
desde el hoy
al ayer repasando balances.
Luego, el
desnudo espejo del hotel
me integró
sin pasión
la imagen de
mi cuerpo taciturno.