El que se avergüenza de las capacidades
gozosas de su cuerpo es tan bobo
como el que se avergüenza de haberse
aprendido la tabla de multiplicar.
F. Savater
Yo quiero ser nueve
de enero
como la vid quiere
ser septiembre,
sin esperar a que
la estadística
me sea favorable.
O tal vez tres de
febrero
después de
encenderse la plaza
con tapias
escaladas, danzas y hogueras.
Yo quiero ser
pacífico viento de marzo
sin olor a petróleo
y sangre derramada,
aunque se hundan
las torres de Manhattan
y se derrumbe la
bolsa en Wall Street.
O acaso ser olivo
en la piel de abril,
luna llena que se
llena de trama
mientras la leña
arde con el canto del cuco.
Yo quiero ser
treinta y uno de mayo
cuando corre el
fino frío de baile
y madrugada, y
tiembla tu cuerpo cancelada
su radiografía en
el cajón de la cómoda.
O quizás ser
contigo veintiocho de junio
en un «sí»
espontáneo a la vida
que nos brota de
dentro.
Yo quiero ser, sin
dudarlo, quince de julio,
—o veintidós de
agosto—
donde tu nombre se
hace cante viejo
y alameda, vibra la
carne
con llantos de niño
y la tarde es útero
de la luz,
transparencia del
mar y de la tierra.
Yo quiero ser un
septiembre lejano,
alojarme en la
ternura de un trozo de pan
y una jícara de
chocolate,
aunque las
pensiones peligren.
O, si lo prefiere
el destino, ser octubre,
templo y mar
acotando el cielo azul
al hilo de la vida.
Yo quiero ser trece
de noviembre,
aunque sin
esperarlo
se haga presente un
viento de muerte
con llaves
arrojadas a la playa del olvido,
y ser once de
diciembre
cuando el regazo de
la nieve y el frío
equivocaron mis
cuentas.
No me avergüenzo de
haber aprendido
la tabla de
multiplicar.
Se puede ser un
buen hombre
de muchas maneras,
pero no hay rebajas
en estos grandes
almacenes
y me limito a
contar el cuento
de estos números
que buscan primitiva.