Me entusiasman
los campos bien labrados. No sé decir por qué, pero tras ellos
los ojos se me
van
como buscando un cuerpo de muchacha.
Los
labios de la tierra no conocen la tiniebla, vigilan sólo el ritmo mañana, tarde
y noche:
la melodía del agua,
la
contracción del sol,
la cicatriz del frío.
Y la luna amarilla canta el
brote
que nace como un eco,
balbuceo de un cuerpo, puerta de madrugada de la
fecunda madre soledad.
Me
agotaré en la orilla que mi turno consume, me acostaré en la tierra con los ritmos
cumplidos.
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